Película La Habitación del Pánico

Nada resulta más productivo que sembrar en el terreno de los temores cotidianos. Hitchcock lo sabía, David Fincher también. Así, el director de Seven acostumbra a deleitarnos con este tipo de cultivos; si bien, excepcionalmente, algún año deja en barbecho su parcela, consiguiendo que la siguiente cosecha brote con mayor vigor. Hurgar en el miedo colectivo al allanamiento de morada se antoja maquiavélicamente inteligente, ejerciendo gran poder de atracción sobre un espectador al que sólo resta contemplar, atemorizado, si la semilla de sus peores pesadillas enraíza y toma forma en la pantalla.

La casa en directo. El equipo de GH tiembla ante la llegada de la Milá.

Partiendo de la axiomática verdad que afirma que quien más tiene acumula exponencialmente mayor temor a perderlo, hace algunos años surgió, entre acaudalados hipocondríacos, la estrambótica manía de instalar habitaciones exageradamente seguras en sus propiedades. Auténticos bunkers para salvaguardar de inesperados y violentos asaltos sus más preciadas posesiones, familia inclusive. Estas estancias, populares en Manhattan, recibieron el nombre de ‘panic rooms’. Basándose en esta curiosa forma de protección, el prolífico David Koepp dio forma a un guión que, inmediatamente, interesó a su tocayo Fincher. Implicado en el proyecto de manera fehaciente, el director atisbó una buena oportunidad de filmar con un solo decorado y limitados personajes, reto del que siempre gustan los cineastas creativos. Una jaula artística que el realizador intuyó aprovechable como vía de escape a su peculiar y formalmente novedosa forma de rodar: su preciso y precioso envoltorio para thrillers.

El atractivo argumento inicial no podría estar más conseguido, aprovechando los minutos iniciales para exponer situación y personajes, contextualizando el film en una linda vivienda neoyorquina que formará parte indispensable de la trama. Hasta bien avanzado el metraje la película resulta hipnótica, mientras se va transformando en un desesperado juego del gato y el ratón. En ese punto, la ironía toma forma para poner al descubierto que el exceso de seguridad puede resultar peligroso. Al igual que el niño que se vuela la cabeza jugando con la pistola que su padre adquirió para proteger a la familia, en el film la raíz de los disgustos reside en la propia habitación del pánico.

Whitaker suda la gota gorda, tiene la extraña sensación de que le observan.

El problema de la cinta, que hasta entonces crecía saludable y frondosa, radica en la repetitiva resolución de nudos argumentales: de tanto regar, la planta se echa a perder. El suspense termina cuando se multiplica la acción y el progresivo estereotipo de roles ejerce de podador inexperto, cercenando la sorpresa. Aun con todo, ofrece frutos difíciles de encontrar, destacando, a pesar de sus planos personajes, el esforzado duelo interpretativo Whitaker/Foster, sobre el que descansa gran parte del ramaje del film. Igualmente prodigioso resulta el detallista modo en que el realizador norteamericano explora con la cámara el inmueble, única localización del largometraje. Y es que hay que tener en cuenta que David Fincher, aun en sus años de barbecho, monta el puesto en el mercado de abastos y, sin lugar a dudas, oferta mejores y más interesantes productos que el resto de anodinos tenderos.