Película Eskalofrío

No tengo ni idea del motivo que causa que la letra ‘k’ sustituya a la correcta ‘c’ que debiera ir en su lugar en el título de este producto. No sé si ya existirá alguna otra película registrada con la palabra correcta en castellano y si esto supuso algún impedimento para darle nombre; no sé si en algún lenguaje propio de algún lugar del norte ésa será la forma adecuada para la palabra; ni tampoco sé si quizás esto sea así porque es decisión ex profeso del director, Isidro Ortiz. Lo que sí tengo muy claro es que le viene ni que pintado al film, por cuanto podría interpretarse como un aviso, ya de entrada, de la falta de rigor de la que hace gala el conjunto.

Verán. El trucaje comienza pronto, en su secuencia de apertura: un adolescente corre desesperado huyendo de la luz del sol, que le produce una tremenda alergia causándole una serie de eccemas sangrantes que hacen que derrame dicho líquido e, incluso, que se abrase vivo. Obviamente no es más que un sueño del propio chico, pero sirve como clarificador ejemplo de todo lo demás: el pobre chaval nos dará la brasa con su pesadilla en no pocas ocasiones -una enfermedad que posee realmente y cuya explotación dramática está muy poco conseguida, adheriéndose a algunos lugares comunes y permaneciendo más preocupado su realizador en intentar destacar determinados aspectos de estilo más o menos logrados-, en lo que supone una deficiente, por repetitiva, tramposa y de sobra conocida, solución argumental. Las nubes se mueven demasiado deprisa mientras escapa, un recurso recurrente a lo largo de toda la película -cuando de nuevo y de nuevo aparecen aceleradas entre las montañas del pueblo al que se van buscando tranquilidad y bienestar inmediatamente después tras la recomendación de un médico, ¡oh, guión!- que es un reflejo fiel de la escasa capacidad de desarrollo más o menos normal de la historia. En ella todo chirría a artificial y poco elaborado, y habrá tiempo para no pocos remedios sonrojantes del ruinoso libreto, que finalmente, ¡cómo no!, esconde una maloliente sorpresa final reveladora de un pasado oscuro e innombrable (estén tranquilos que bien claritas les van a quedar las cosas: la economía narrativa desaparece justo al final, cuando es más necesaria que en ningún otro momento, haciendo torpemente visibles desagradables hechos que el espectador ya conoce).

La capacidad de crear tensión queda pues relegada a la forma, pero apenas se intuyen valores dignos de mención en este apartado. Si acaso resaltar la música ambiental que en ocasiones logra inquietar, aunque sea mínimamente, al espectador, si bien es una sensación leve y muy pasajera, ni tan siquiera ese escalofrío anhelado; el maquillaje cumple con su función de manera correcta, considerando que es un elemento a través del cual se juega con gran importancia en la cinta; y por lo demás, la realización lógicamente se contagia del nerviosismo narrativo y las actuaciones no significan nada en la película, en parte porque ya están lastradas de antemano por el ineficiente director.

¿Qué nos queda pues? El plano final, faltaría más. Resumen global de todo lo anterior, comprende la falta de sutileza, pulso, carisma, expresión, necesidad, de logro, al fin y al cabo, que hay en todo el minutaje.