No deja de resultar sorprendente la excelente propuesta que Alejandro Amenábar entregó con su primer largo. Cierto es que su idea ya venía prefabricada de su cortometraje Himenóptero, pero, a pesar de algunas carencias y lagunas de lo más habituales en cualquier debutante, demostró una soltura y capacidad para la explotación de los mecanismos de la intriga encomiables. Podría decirse que, gracias a su Tesis, el director chileno se doctoró en la noble ciencia de fabricar buenas películas, por cómo ha sabido continuar después su labor.
Cinta en torno a la violencia en el cine y las llamadas Snuff movies (películas donde se filman de manera amateur asesinatos reales), Tesis no hace parada únicamente en el lugar donde sentimos la intriga que genera una investigación y la inquietud que despierta una persecución de lo más logradas, sino que avanza un poco más y se gusta hurgando en imágenes que signifiquen su mensaje patente alrededor de la irrefrenable atracción y búsqueda del morbo que posee el ser humano, sin apenas caer en él.
Porque existe toda una reunión de momentos acerca de cómo nos afecta aquella palabra, transferidos a través del inmejorable canal que es el thriller. El que muestra a una mirada apagada, conmocionada hasta el colapso frente a la imagen ya extinta, fatalmente impelida por la curiosidad de visionar, es el que mejor resume esa sensación, por cuanto sugiere la metáfora de la peligrosidad intrínseca de las imágenes y nos pone en consciencia de nuestra debilidad no ya moral (no queremos mirarlas, pero aun así acabamos haciéndolo) sino incluso física (vomitamos, morimos) conforme a las mismas. El hurto y posterior búsqueda de la verdad por parte de la protagonista no hace más que expandir la línea anterior, pasando entonces a ser ella nuestro trasunto.
Amenábar sabe aprovecharse de un tema como el de la investigación universitaria para derivarlo a su terreno cinematográfico, repleto de trucajes. El primero, implicar a sus protagonistas en una trama criminal donde cuanto más se quiere saber, más peligro se corre; ese espléndido esparcimiento de misterio e incluso miedo es logrado en base a un guión bien pensado aunque contagiado de ciertos puntos oscuros similares a los que desarrolla, no excesivamente graves en el global sin embargo. Y el segundo, tratar la imagen adecuadamente, de manera realista cuando observa a los protagonistas, y de una forma metarealista (documental si se prefiere) cuando quiere que se observen entre ellos, que su cámara se traspase a la otra cámara -tan importante como aquélla en el devenir del relato: capas de filmación comunicantes, medio de expresión violentado- y que este gesto comporte una amenaza visualmente diferenciable, por más que con ello vuelva a caer en la falta de rigor en relación a determinadas secuencias. Por último, se comienza a adivinar su saber hacer musical, mediante la incorporación de unos pasajes perfectamente integrados en el ambiente crispante del conjunto.
Si a todo lo anterior añadimos unas interpretaciones más que solventes, inolvidables, por parte de una asustadiza Ana Torrent, un andrajoso y entrañable Fele Martínez y ese chico con cara de niño bueno y mirada aterradora que es Eduardo Noriega, nos queda un film de los mejor paridos y más recordados dentro de la historia reciente de nuestro cine, del cine español.