Película Underworld: La rebelión de los licántropos

¿Qué se le puede exigir a un film como éste, prototípico en la cartelera actual, adherido a la mezcla de los siempre jugosos géneros del fantástico y el terror, de holgada producción y numerosos efectos especiales en su concepción, continuación de una saga taquillera y obligado a volver a los orígenes de su historia para seguir explotando comercialmente sus posibilidades? Qué menos que algo de alma y un poco más de asentamiento en sus cimientos; por eso sorprende ver que apuntes de luz asomen entre tanta oscuridad.

En esta tercera entrega de Underworld, saga en cuyas dos primeras partes se abordaba la enconada guerra entre dos razas tan impregnadas del cariz mitológico como lo son los vampiros y los hombres-lobo, se cuenta la génesis del conflicto. De por medio, la tiranía de Viktor, el aristocrático jefe de los vampiros, que mantiene esclavizados a los licántropos con la única intención de su servidumbre, reproduciéndolos a su antojo a partir de los insignificantes humanos; del otro, Lucian, un joven de la peluda especie sometida que alberga poderes por encima del resto de sus semejantes, manteniendo cierto trato de favor por parte del jefe opresor.

Pero todo cambia cuando los deseos de libertad y dignidad de éste -quien no duda de sus sentimientos de humanidad que le diferencian de las bestias de su condición, a las que no vacila en exterminar; estatus que precisamente le aúpa a amar a la hija de su opresor, no dudoso de su temeridad- se hacen visibles en el despiadado reino, pasando a encabezar una rebelión. Y he aquí el rasgo más destacable del film, que de ninguna manera puede (ni quiere) aspirar a establecer cualquier parecido con un tratado profundo sobre el amor o la libertad, pero que sin embargo sí se esfuerza por dotar de una incipiente sensibilidad a sus personajes, representada ésta en la figura de Lucian, al que en determinadas secuencias se le imprime una aureola de mártir -poses de crucifixión y castigo con látigo incluídos- que invitan a recordar a la figura de Jesucristo, también por sus similares y desarrapados rostros.

El libreto en su conjunto no es ningún prodigio de narrativa, pero sí se sostiene fiel a esa base, evitando la saturación de escenas de acción para dar importancia al diálogo y a la explicación de algunos sentimientos fatalmente encontrados, preparando así al espectador para algo más que efectos digitales (de los que tanto sabe el novato director, responsable de esta faceta en las anteriores dos películas).

Porque en su parte técnica todo funciona según lo previsto. Espectaculares escenas de batalla donde la cámara se hace eco del aceleradísimo montaje, impidiendo al espectador tener una visión clara de lo que acontece; un mal endémico en las superproducciones de estos últimos años. Efectos digitales que posibilitan la eficaz transformación del hombre en feroz lobo, a la vez que dotan de irrealidad a sus descomunales movimientos por la pantalla. Y por último, y plenamente visible, esa fotografía de marcado tono azul oscuro que fideliza la oscuridad del mundo representado, pero que anula con similares maneras dominantes cualquier otro matiz.