Película Definitivamente, quizás

La comedia romántica es, junto con la acción, el género cinematográfico con peor reputación. Y no es para menos, hasta al cinéfilo menos convencional le recorren sudores fríos con sólo mirar la filmografía de Meg Ryan o Sandra Bullock, por ejemplo. Habitualmente, este tipo de películas se pueden dividir en dos clases: para quinceañeras con el pavo subido que van en busca de su príncipe azul, y para veinte-y-mucho-añeras a las que ya les ha bajado el pavo pero siguen en busca de su príncipe azul. Sin embargo, cada cierto tiempo surgen maravillosas excepciones como Cuando Harry encontró a Sally (Rob Reiner, 1989) o Persiguiendo a Amy (Kevin Smith, 1997). Aún sin tener la profundidad de la primera ni el descacharrante humor de la segunda, Definitivamente, quizás se merece, como mínimo, el beneficio de la duda de cualquiera de esos cinéfilos que mencionaba al principio.

Desde su inicio, el argumento evita la mayoría de los tópicos de este género empezando por la narración de un amor idealizado. Cada de las tres historias romántica que componen la película podrían haber servido de base para hacer tres pastelones, con guinda y todo. Afortunadamente ese matiz empalagoso nunca llega a concretarse gracias a la ironía del guión, que se encarga de incluir salidas de tono cuando la historia amenaza con hacer saltar las alarmas de la cursilería.

Me quedo con la fea

Otro de los factores decisivos a la hora de hacer que Definitivamente, quizássobresalga por encima de la media es su reparto. A pesar de su carácter modesto, consigue reunir un plantel más que convincente donde destacan Abigail Breslin, que mantiene intacta la habilidad para interpretar niñas precoces que ya demostró en Pequeña Miss Sunshine (Jonathan Dayton y Valerie Faris, 2006), e Isla Fisher, el mejor par de piernas de la cartelera y que no sólo consigue enamorar al protagonista sino a cualquiera que fije su vista en ella más de cinco segundos (¿dónde se había metido esta mujer hasta hoy?). Además, incluye a un valor seguro como Rachel Weisz y la agradable sorpresa de Kevin Kline, un gran cómico en horas bajas. Como protagonista, Ryan Reynolds da credibilidad a su personaje pero sufre del mismo mal que afecta a toda la película: falta de nervio.

Sin embargo, lo más interesante de esta especie de versión cinematográfica de la serie Cómo conocí a vuestra madre es su interpretación del final feliz que típicamente lastra a este género y cómo aplica dicha interpretación a la vida real. Quizás la principal diferencia entre esta película y el resto, es que cuando las demás terminan con el «happy-end» de rigor, ésta continúa la historia para mostrar el lado no tan de color de rosa, ese lado que todos sabemos que existe por haberlo vivido pero que el cine no suele mostrar con seriedad y sin excesos. De ahí que cuando aparecen en pantalla los títulos de crédito, el único final feliz del que estamos seguros es del que Will (Ryan Reynolds) le ha contado a su hija poco antes en el parque.