Película The Wrestler

La difícil gestión del olvido que en la mayoría de las ocasiones prosigue a la fama no es, desde luego, un tema desconocido. Sólo en el mundo del deporte, casos extremos como los de Jesús Rollán, el Chava Jiménez o el mismísimo Marco Pantani (más un largísimo etcétera) lo demuestran. Algo de eso sabe también Mickey Rourke, perteneciente a un gremio que no es ajeno a la caducidad de la fama. Un tipo que, tras su fulgurante éxito con Nueve Semanas y Media, dinamitó su propia figura y ha vivido lo indecible hasta que Robert Rodríguez le ofreció una segunda oportunidad con Sin City. En The Wrestler es capaz de ir aún más allá de aquel notable retorno. Su desnuda encarnación de este luchador crepuscular sobrecoge como sólo las cosas auténticas consiguen hacerlo. Un trozo de su propia vida, una soberbia oleada de verdad que instala la obra en el territorio de lo extraordinario.

El marcado carácter norteamericano de esta disciplina deportiva(?) resulta perfecto para que Aronofsky componga, con ayuda de la acertada pluma de Robert D. Siegel, otro estupendo réquiem por un sueño, tan desolador o más que aquel que le encumbró. Miles de adolescentes y jóvenes hambrientos de celebridad se abalanzan al consumo de esteroides para triunfar en esta farsa de hipertróficos cuerpos perfectos, patraña carísima que deja una vida lastrada por innumerables secuelas físicas y psíquicas. Una mentira cuyo futuro se encuentra en mugrientas caravanas y trabajos de mierda, muy lejos de mansiones californianas y programas de tele realidad propios.

 

 


Durante los créditos iniciales, una cámara recorre pósteres, fanzines, carteles y recortes de periódico: reflejos de la carrera de Randy “The Ram” Robinson (Mickey Rourke), una estrella de la lucha libre profesional durante los años 80. El movimiento de la cámara, de izquierda a derecha, vira, imitando la trayectoria de una piedra arrojada con fuerza desde lo alto de un precipicio, hacia una caída en picado perfectamente vertical al final de los créditos. Tras el fundido en negro aparece un luchador que nos da la espalda en el vestuario de un instituto perdido en la periferia de Nueva Jersey. Aquel gran icono, veinte años más tarde, recibe la miseria acordada por el espectáculo.

 

 


En un entorno áspero, invernal, lleno de lugares abandonados y rodando ininterrumpidamente con la cámara al hombro, Aronosky ofrece una mirada piadosa a este hombre en su esfuerzo por salir adelante cueste lo que cueste, por mantener algo de dignidad en su difícil día a día. Al principio como luchador condenado a nostálgicas peleas de tercera con el cartel de vieja gloria, respetado por sus compañeros y todavía admirado por los pocos fans que acuden a los eventos. Más tarde, tras un combate extremo digno de cine gore, que acepta para sacar unos cuartos más; como ciudadano que trata de iniciar una nueva vida alejada del ring. Amor, familia y trabajo… ser uno más, quizá ser feliz. Por ello comienza a trabajar en un supermercado, por ello intenta solucionar las cosas con su hija Stephanie (Evan Rachel Wood) y por ello tratará de llevar más allá la relación que mantiene con Cassidy (Marisa Tomei, también excelente), su stripper de toda la vida, su mejor confidente, otro animal apaleado por el que siente la empatía de quien comprende la desesperación con mirar a los ojos del otro como quien mira un espejo.

 

 


Pero sacar la cabeza del pozo para ver que hay fuera no es salir de él. Incapaz de azuzar la hoguera que calienta si quiera un poco su vida, la naturaleza autodestructiva de Randy se impone en un final espléndido, coherente y de una tristeza indescriptible. Una memorable frase que sirve de amargo corolario a la película. El espectador quizá escogiera el otro camino, el optimista, pero no olviden que no nos toca decidir a nosotros el futuro de quien nos rodea. Una mirada se cerciora de la ausencia, Randy, ante el precipicio, sabe que ya no hay vuelta atrás. 

Supongo que The Wrestler es a Aronofsky, lo que Una Historia Verdadera es a Lynch: una prueba de fuego, un reto si lo quieren llamar así, en definitiva, la constatación de la genialidad por encima de las querencias personales de dos cineastas con marcado estilo, tildado a veces de excesivamente pretencioso e hiperbólico. Ambas películas contestan con una contundente bofetada a aquellos desconfiados incapaces de salir de la caverna que creían ver vacío tras la supuesta ampulosidad formal.