Película La Eternidad y un Día

La eternidad y un día. Precioso título para este poético film. Alexander, escritor de renombre, está en las últimas: debe despedirse de su mundo habitual para iniciar el tratamiento de una grave enfermedad. En realidad, el enfermo poeta considera que ese último día que le resta antes de hospitalizarse cerrará su vida entendida como tal. Intentará cerrar algunos temas pendientes y reflexionar un poco, recordando a su difunta esposa y la incapacidad de amarla plenamente que presidió su relación. Sin embargo, la aparición de un niño albano que vive en la calle modificará sustancialmente sus planes.

Con una narrativa pausada, Theo Angelopoulos nos presenta al personaje principal mediante ventanas y puertas entreabiertas hacia sus recuerdos. Una estructura bella e ingeniosa para conocer ciertos acontecimientos clave de su pasado, desde felices rutinas de infancia hasta errores de la época adulta, formando en la mente del espectador una imagen general del hombre, una antigua fotografía que retrata a Alexander. Lástima que este recurso recuerde en demasía al utilizado por el maestro Bergman en Fresas Salvajes (1957), película que, por cierto, trata exactamente el mismo tema con mayor acierto y genialidad que la que nos ocupa.

Aunque parezca un anuncio de Dog Chow, esto es un fotograma de la peli.

Finamente realizada, el mayor atractivo de la cinta es el excelente trabajo fotográfico de Yorgos Arvanitis y Andreas Sinanos, que enmarca la historia dentro de una bonita postal. La apuesta estética principal es el encuadre simétrico y alejado, manteniendo la mirada del espectador a media distancia con planos americanos y generales. Este elegante estilo visual aparta demasiado al espectador que, por momentos, queda fuera de la excesivamente esterilizada película.

Un meticuloso simbolismo añade personalidad al film, pero el tedio, que hace tiempo se apoderó del espectador, impide realizar el esfuerzo de interpretar, aunque las interesantes ideas generales se capten. Una pereza que, no cabe duda, resta puntos en la valoración general de la obra, pero parece justificada debida a su adormecedora lentitud. La poesía cinematográfica no debería ser sinónimo de bostezos, pero La eternidad y un día se hace, valga la redundancia, eterna.

A favor del film hay mucho que argumentar, desde su cuidada factura hasta la escogida música que la acompaña, pasando obligatoriamente por la destacada interpretación de Bruno Ganz, sin cuya aportación el guión decaería, pues aparece en prácticamente la totalidad de fotogramas. Su palmarés también invita a su visionado, pues coronó la filmografía de Angelopoulos con la Palma de Oro.

En definitiva, un interesante film al que su desmesurada calma narrativa deja un hilacho suelto por el que deshacer el precioso jersey tejido por el cineasta griego. Depende del espectador tirar o no de ese hilo. Yo, me quede frío.