Con los años Clint Eastwood ha demostrado ser un director maestro en todos los géneros que ha abordado, y sin embargo le recordamos como el sempiterno hombre del oeste, ese ser sin nombre e incorruptible gesto grave que fuma o masca tabaco. En El jinéte pálido no hay tabaco, aunque sí gesto serio, y es que su expresión parece aquí más justificada que nunca, dadas las cotas de trascendentalismo que atañen al personaje que interpreta y por las connotaciones que circunscriben la historia que aquí nos narra, de ecos visiblemente religiosos.
Se ha comparado comúnmente al film con Raíces profundas (George Stevens, 1953), y si bien la coyuntura que define el inicio y desarrollo de la historia es idéntica en ambos (la llegada de un hombre misterioso que habrá de empuñar las armas para proteger a una comunidad indefensa, fruto de las presiones del poderoso del pueblo que quiere hacerse con sus tierras), no lo es sin embargo la ambientación, que en el caso del film que nos ocupa se adentra sin ambages en el terreno del fantástico, algo prácticamente inaudito en el cine del oeste. Y es precisamente ése su mayor rasgo diferenciador, que vislumbra al personaje interpretado por Eastwood -en apariencia un predicador- como un ángel enviado por el mismísimo Dios para purificar y salvar vidas inocentes, aun a costa del empleo de la violencia, pero con las suficientes credenciales que justifican su desagradable e igualmente necesaria labor.
Con los años Clint Eastwood ha demostrado ser un director maestro en todos los géneros que ha abordado, y sin embargo le recordamos como el sempiterno hombre del oeste, ese ser sin nombre e incorruptible gesto grave que fuma o masca tabaco. En El jinéte pálido no hay tabaco, aunque sí gesto serio, y es que su expresión parece aquí más justificada que nunca, dadas las cotas de trascendentalismo que atañen al personaje que interpreta y por las connotaciones que circunscriben la historia que aquí nos narra, de ecos visiblemente religiosos.
Se ha comparado comúnmente al film con Raíces profundas (George Stevens, 1953), y si bien la coyuntura que define el inicio y desarrollo de la historia es idéntica en ambos (la llegada de un hombre misterioso que habrá de empuñar las armas para proteger a una comunidad indefensa, fruto de las presiones del poderoso del pueblo que quiere hacerse con sus tierras), no lo es sin embargo la ambientación, que en el caso del film que nos ocupa se adentra sin ambages en el terreno del fantástico, algo prácticamente inaudito en el cine del oeste. Y es precisamente ése su mayor rasgo diferenciador, que vislumbra al personaje interpretado por Eastwood -en apariencia un predicador- como un ángel enviado por el mismísimo Dios para purificar y salvar vidas inocentes, aun a costa del empleo de la violencia, pero con las suficientes credenciales que justifican su desagradable e igualmente necesaria labor.