Película Yo, el Halcón

En eso de la indulgencia cada cual encierra un mundo. Es un hecho que con según qué películas, por flojas que las reconozcamos, todos tendemos a levantar la mano. El asunto viene a campear por los terrenos de la subjetividad. Hay films o personajes a los que se les coge cariño, con independencia de su calidad, y no hay más que hablar. Pues bien, si esta añoranza viene desde la más tierna infancia, ¿a ver quién es el listo que te tira la peli?

Con Yo, el Halcón a muchos les sucederá como a mí: soy absolutamente incapaz de despegar los sentimientos de la crítica. Tampoco tengo por qué. Supongo que algunos de los que llegaron a estas líneas también crecieron con las peculiares cintas de Stallone. Un tipo duro, que quieran o no, ha marcado de alguna manera el cine de una época. Fue justo aquélla en la que un servidor era un niño que descubría el medio. Un chiquillo fascinado por cada versión de los hechos que Sylvester regaló al séptimo arte. Desde luego lo hizo a su manera, confeccionando traducciones hiperbólicas y desmesuradas del deporte, el post-Vietman, el policiaco o un drama familiar, como en el caso que nos ocupa. Y es que Sly en todo momento lo tuvo muy claro: construcción de personajes brutales -cómo no- habitualmente enfrascados en historias inverosímiles, casi siempre subrayando su mensaje de forma grosera, aunque con todo el encanto del mundo. Héroes de acción incapaces de escapar de una buena bronca, pero principalmente armados con un corazón más poderoso que sus musculos. Ése fue su gran talento: explotar su humanidad mientras fluye el puro entretenimiento y una violencia sin rubor.

La cinta que nos ocupa hace acopio de todo ello. Quizás por eso aún sobrevive en el recuerdo. En ella se dan cita la imprescindible acción, el amor paterno-filial, un personaje buscando su redención y ese discurso educativo que el propio Stallone remarca en el guión sin sutileza: «en esta vida todo hay que ganárselo a pulso», literalmente. Con estos mimbres la película narra el intento de un camionero, Lincoln Hawk, por conseguir el afecto de un hijo al que no conocía. Por supuesto, y sin esquivar tópicos, ambos empiezan con mal pie en esta suerte de road movie culminada con cariño, todo ello a pesar de los boicoteos de un abuelo maquiavélico que, aportando socorridas variantes a la trama, pretende una forzada custodia sobre el muchacho.

Pero volviendo a la literalidad del mensaje y, sobre todo, al soporte de acción que mantiene las constantes vitales de la cinta, les recuerdo que es ésta la película en la que Stallone lucha por el campeonato mundial de pulsos –Arm Wrestling-, pura demostración de fuerza que llevará a nuestro héroe a enfrentarse a toda clase de tarugos, desde los entrenamientos en bares de carretera hasta el torneo Las Vegas, soñando llevarse el súper-camión ofertado como premio. Ahí es nada. Estas cosas sólo se podían producir en los ochenta; descabelladas, sí, pero siempre triunfaban. Y es que hemos de reconocer que los pulsos estuvieron muy de moda en nuestros colegios, previo giro de gorra para invocar ese cabreo/concentración antes de cada desafío. Inolvidable. Otro icono de la época, que no es poco decir para ninguna obra cinematográfica.

Tampoco vamos a negar sus lagunas. El desarrollo no pasa de simplón, resultando a ratos incluso algo grotesco. Los estereotipos y la previsibilidad por supuesto asaltan constantemente el metraje. No falta el subrayado musical, que viene a ser una ayudita a las limitadas capacidades drámaticas de los intérpretes, ni tampoco la imprescindible colección de canciones rock light que entroncan con el videoclip muchos de los pasajes de estas producciones ochenteras, como era marca de la casa. Sin embargo, y si uno es consecuente con lo que va a degustar, Stallone aún puede hacerle pasar un buen rato y, lo que es seguro, logrará que le entren unas ganas terribles de volver a echar un pulso con los amigos. Puede que no sea el mejor cine ni el más erudito, pero no cabe duda de que esto también es CINE. No hemos de arrebatarle el mérito. Sylvester trabajó duro para dejar huella en los corazones. Desde luego, con muchos de nosotros sí lo consiguió. Y eso, amigos, no es algo al alcance de cualquiera.