Película When You’re Strange

“Los 60 comenzaron con un disparo” proclama When you’re strange en referencia al que recibió en la cabeza JFK en las calles de Dallas. La voz de Johnny Depp, narrador del documental, sirve desde ese punto como vehículo en el que recorrer una década de cambios, de libertad, de revuelta social y civil. Un intento único y esperanzado por derrocar al establishment gobernante inconcebible sin la influencia de bandas como The Doors. Músicos que, a su vez, no pueden ser entendidos sin contextualizarlos en este período contracultural y experimental.

Con el mismo encanto agridulce que cerrase la peculiar biografía fílmica de Hunter S. Thompson, protagonizada en paralelismo nada casual por el fascinado Depp, Tom DiCillo relaciona música y cultura en una ubicación histórica: el de una generación que luchó, amó y que, al igual que Jim Morrison, finalmente sucumbió en brazos de las tentadoras sirenas de la adicción. Gente que brilló como estrellas de fulgor resplandeciente y autocombustión precipitada.

El Liebre conduciendo su Focus

Con imágenes exclusivamente inéditas y fragmentos de los más que interesantes intentos cinematográficos de Morrison (exalumno de la escuela de cine de UCLA), When you’re strange compone un tratado documental de difícil parangón sobre uno de los grupos clave para entender el devenir de la música contemporánea estadounidense. Pero por encima del retrato de familia de The Doors se eleva la figura de su lead singer, James Douglas Morrison, un artista complejo sometido a los influjos de la Luna y desubicado en la vorágine de tiempos igualmente tempestuosos.

Admirador y crítico del personaje, el director Tom DiCillo, con un montaje cronológicamente lineal y apenas artificios, lleva la limpia desnudez y la sinceridad de su propuesta técnica hasta el apartado narrativo. Así, con todas las cartas sobre la mesa, el realizador de Vivir Rodando muestra honestamente el profundo claroscuro que gobernó al irredento Jim y por ende a The Doors. Poesía y ácido. Música y divismo. Crecimiento y descomposición. Dicotomías que acabaron con la vida de un artista único, capaz de guiar al público, cabalgando la tormenta, hacia las puertas de lo onírico o de desplomarse inconsciente sobre el escenario. Morrison, autoproclamado Rey Lagarto, fue el poeta maldito ahogado en el alcohol, pero también el Gran Chamán que fusionó la guitarra de tintes españoles de Krieger, el omnipresente órgano de Manzarek y el blues de la percusión de Densmore. Un alquímico combo de sonidos sugerentes, rítmica extraña y autenticidad abrumadora.

Aquel alocado y florido período de contrastes se comenzó a marchitar cuando los cuerpos de Bobby Kennedy o Martin Luther King alojaron otros ilustres disparos. Demasiado dolor como para no causar trauma en una idealista juventud identificada con estrellas como The Doors y personificada en inmortales como su mítico líder. Una rebeldía mágica e irrepetible lamentablemente anestesiada hacia el onanismo conformista de falsos amigos lisérgicos y, finalmente, mutada en desilusión por la oportunidad perdida cuando el rostro de un Nixon reelegido se adueñó de los televisores.