Película Entrelobos

Qué difícil es hacer Cine. Me refiero al de verdad, al que nos pone los ojos como platos ante la gran pantalla, no a peliculillas como ésta, sin duda a falta de un hervor para ser dignas de una sala. Porque no todo vale, y para eso quedan los estrenos TV, el Séptimo Arte es mucho más que filmar cualquier cosa con una cámara. Es saber usarla, es hilvanar una historia, dominar su montaje y, sobre todo, ser capaz de hacer olvidar al espectador que tras la escena hay gente trabajando. En definitiva, de conseguir sumergirnos en una ficción durante ese par de horas.

Pero entremos ya en materia, eso sí, dejando claro que hablamos de una función que no da el nivel. Basada en la historia real de Marcos Rodríguez Pantoja, el cual por avatares del destino acabó viviendo solo en el monte a los siete años, la cinta no sabe muy bien si apostar por el puro documental de Naturaleza, una crítica al caciquismo, la típica historia de maquis o una manida odisea de supervivientes. Con estas trazas, y sin demasiado atino, el combinado resulta un churro narrativo. No obstante, Gerardo Olivares, director del estropicio, fracasaría con cada una de las singularidades en cualquier caso.

Como triste imitador de Félix Rodríguez de la Fuente, el realizador demuestra que, sin mejor recurso que la cámara lenta, simplemente se defiende fotografiando a los seres de la bella Sierra Morena. Entre humanos su dirección no mejora, mostrando las costuras como flojo orquestador de escenas, diálogos y personajes. Y lo más burdo que se puede hacer en producción: cuando la mezcla precisa cierta acción entre animales y personas, mueve la cámara como vulgar solución para que no se vea nada. En definitiva, que su obra se cae en pedazos entre la indefinición general, algún gazapo argumental (¿pasar hambre teniendo un rebaño de cabras?), su escasa pericia y un trasroscado sentimentalismo que sencillamente no funciona.

Manuel Camacho, lo mejor de la cinta

Presentando una tosca secuencialización, el proyecto además carece del mínimo sentido del ritmo. Una rémora que no tarda en impacientar a un público adormecido entre la continua sensación de déjà vu y la espera de un Juan José Ballesta que sólo llega a tiempo para la foto. Y es que tampoco se lleven a equívocos en cuanto al reparto. La cinta enteramente la sostiene, y demasiado bien para como estaba el patio, el debutante Manuel Camacho, cuyo encanto y buen hacer quedan muy por encima del cuasi cameo del reclamo Ballesta. Y no quiero entrar en la palabra fraude, que es muy fea, pero es que éste, sin llegar tampoco a meta, entrega el último testigo al verdadero Marcos Rodríguez en un desenlace que, con su discutible elipsis temporal, decide obviar la quizás más interesante reinserción del personaje en la sociedad.

Por concluir, e intentando orientarles, estamos ante un trabajo al que le viene grande el formato cinematográfico, pero que aun así puede tener algún aprovechamiento como laxo producto educativo para niños. Tomándolo como tal, y mejor en casa acompañado de café e hijos, quizás su «disneyiano» discurso sí encuentre un medio de difusión más adecuado y, sobre todo, menos exigente.