Película Kill Bill: Volumen 1

Prestándose desvergonzadamente al exceso, el Tarantino más canalla aflora con contundencia en Kill Bill: Volumen 1, cuarta obra del niño malo de la industria. Desde el eclecticismo más exacerbado, el director, consciente de que se ha ganado a pulso la licencia, rompe seis años de silencio para delatarse a sí mismo. Sus intenciones no son claras, sino cristalinas: deleitarse en sus propias filias. Así, desde el más profundo egoísmo, nos muestra orgulloso sus fetiches cinematográficos sin ningún tipo de pudor ni complejo. En un ejercicio libérrimo de corte violento y descarnado, nos adentramos en un sentido homenaje a la serie B, al spaguetti western y a las cintas de artes marciales. De esta siniestra aleación surge con más vanidad que sentido común Kill Bill, personalísima creación del original realizador.

La complejidad de referencias que se esconden tras este trabajo encuentra su contrapunto en una sencillez argumental que podría resumirse en una sola palabra: venganza. Utilizando la fragmentación narrativa mediante el uso recurrente del flashback, la historia avanza en una sucesión de enfrentamientos que, tras de sí, dejan una cruenta estela de miembros cercenados y sangre a raudales. Tras el mero impacto visual se esconde una impecable y talentosa destreza técnica que irradia una genuina impronta. Y es en la fusión de estilos donde la cinta encuentra su mayor vistosidad. La estética cómic, el contraste entre el b/n y el color, la división en capítulos o el anime japonés son algunos de los elementos clave en una conjunción armónica de ingredientes muy dispares que, combinados con desenvoltura, confieren a esta obra un particular y extraordinario carácter, todo ello enfatizado por una banda sonora verdaderamente magistral.

Los personajes son presentados de manera bidimensional intencionadamente. Sin profundidad manifiesta, son dibujados a modo de caricaturas de trazo grueso que simplemente sirven para conducirnos a través del hilo argumental. Si bien es cierto que se alude a los antecedentes de todos y cada uno de ellos mostrando al espectador sus pecados capitales, no resulta más que una excusa para la puesta en práctica del sangriento ritual mediante el cual han de pagar por las faltas cometidas. A pesar de lo que en principio podría calificarse de simplista, no es más que una treta que el director nos tiende. Inconscientemente el espectador es inducido a concentrar su atención en la gratuidad de un sarcástico y trivial holocausto en el que el placer visual que las escenas violentas emanan nos roba un sádico sentimiento de regocijo.

Más allá de la personal adhesión o rechazo al cine de corte banal, ese que proclama un sano y entretenido desahogo sin pretensiones trascendentales, es necesario señalar que, además, Kill Bill: Volumen 1 ofrece un valioso catálogo de estilo y técnica que no debe subestimarse pese a la deliberada vacuidad del contenido. Cine para poner en stand by la actividad neuronal. No obstante, cine para dejarse seducir por la artillería pesada que conforma el ideario personal y estilístico de su creador. 100% Tarantino. En estado puro, sin filtros.