Película Rompiendo las Olas

Una de las películas más apreciadas por el Vaticano, si no me equivoco la segunda en su particular ranking tras Ben-Hur, es El Evangelio Según San Mateo de Pier Paolo Pasolini, que quiso mostrar con total desnudez la figura revolucionaria de Jesucristo. Eran otros tiempos. Tiempos en los que Juan XXIII convocaba el Concilio Vaticano II para abrir la Iglesia a la modernidad, a un mundo en profunda transformación polarizado por la Guerra Fría. Tras morir el pontífice un año más tarde, Pasolini, un ateo convencido, le dedicó la película. Rompiendo Las Olas debe rozar lo sacrílego a ojos del fundamentalista Ratzinger. Como decía, otros tiempos. Gracias a Dios, a la mayoría nos importa bien poco ya lo que diga la Iglesia en la actualidad.

A Bess (irrepetible Emily Watson) tampoco demasiado. No entiende la rigidez litúrgica de su pequeña comunidad al norte de Escocia aunque ha vivido su vida dentro de ella y acepta sus preceptos. Está enamorada de Jar (Stellan Skarsgard), y quiere vivir con él congraciada con Dios en matrimonio. Junto a él descubre el sexo, su naturalidad, la gozosa expresión física del amor. Pero Jar no está con ella en todo momento, y si bien el apoyo de su cuñada Dodo (también excelente Katrin Carlidge) se convierte en esencial, Bess, impaciente por la ausencia de su marido, pide a Dios que lo traiga definitivamente a casa, que no trabaje más en la maldita planta petrolífera en medio del mar que los separa. La frase “los designios del Señor son inescrutables” adquirirá insospechada radicalidad en manos de Lars Von Trier.

Rompiendo las Olas es la respuesta moderna a dos obras cumbres de otro maestro danés, Carl T. Dreyer: La Pasión de Juana de Arco y La Palabra. Con un discurso lleno de matices, abierto, emocionalmente arriesgado pero cercano al espectador, el director danés levanta una epopeya romántica, de recorrido bíblico, cuyo espinoso núcleo está constituido por la estremecedora vorágine autodestructiva de su protagonista, en directa comunicación con un Dios iracundo, de Antiguo Testamento, que le exige plegarse a las exigencias de un marido enajenado.

Con su cámara siempre al hombro, cerca de los rostros, próxima al recién nacido Dogma (a pesar de ser estrenada un año después de la firma del manifiesto, la película incumple varios de sus preceptos), el espectador es testigo de tan angustiosa decadencia. Y si queda empapado es, sobre todo, por la portentosa composición de Watson de un personaje tan complicado como Bess, una iluminada, aparentemente frágil e ignorante, con cierta deficiencia psíquica, pero que a la vez se muestra rocosa, pertinaz e infatigable en su tortuoso camino.

Despedazada su inocencia, ultrajada, indolente ante el silencio de Dios, Bess sigue adelante abnegada en su particular dialéctica erótica. Su fe, inquebrantable incluso en la duda, le dará aliento en el último trance, el inevitable abandono. La desnuda cámara de Von Trier, enfocada directamente sobre los inolvidables ojos de Emily Watson, se convierte entonces en pura metafísica. «Eloí, Eloí, ¿lemá sabacthaní?» Para éste que escribe, el desmoronamiento final de Bess resulta insoportable. Jar sigue igual. La mirada perdida, desconcertada, lágrimas que fluyen ante lo que parece un sacrificio vano en los albores del sueño eterno. Así de horrenda es la vida. Así de horrenda es la muerte.

Como pez en el agua en el riesgo, el director tiene una bala en la recámara. La más maravillosa de su excelente arsenal. En el epílogo de la cinta asistimos a la Buena Nueva, a la redención, al milagro inesperado que une a ateos y creyentes. El legado de Bess. La comunión del binomio Eros-Pathos. Interprétenlo como quieran porque las grandes obras son así. Y ésta lo es. Un tesoro cinematográfico de perenne vigencia y verdadera profundidad, recostado en un lugar reservado a los grandes maestros, al citado Dreyer, a Bergman, a Tarkovski.