Película Bailar en la oscuridad

Simplificando al máximo la obra de Lars von Trier, sus películas se podrían dividir en dos grandes grupos. Por un lado, los experimentos dirigidos a un público intelectual dispuesto a diseccionar de forma racional cada imagen y, por el otro, las historias en carne viva que harían estremecerse, ya fuera por atracción o por repulsión, al más insensible de los humanos. Bailar en la oscuridad pertenece a este segundo grupo.

En esta última entrega de la trilogía “Corazón de oro”, tras Rompiendo las olas (Lars von Trier, 1996) y Los idiotas(Lars von Trier, 1998), Selma (Björk) es la encargada de asumir el papel de mártir en pos de un bien superior que en su momento representaran Bess (Emily Watson) y Karen (Bodil Jørgensen) en los títulos anteriores. En este caso, el “pecado” de la protagonista consiste en haber concebido un hijo siendo consciente de que heredaría su ceguera degenerativa. El argumento de la película se centra en su particular penitencia. Con la capacidad de inmersión que sólo posee el cine digital, el espectador se ve manipulado por la maquiavélica mente del director danés, que lo agarra por las tripas más y más fuerte a cada minuto que pasa de la película. Por mucho que las desventuras de Selma estén llevadas al extremo de los extremos, la sensación de ficción inherente a cualquier largometraje se diluye y se ve reemplazada por una, a veces, casi insoportable veracidad. Durante dos horas y media, Björk desaparece para transformarse en Selma. Sería injusto calificar como interpretación el trabajo de la islandesa, más bien se debería hablar de auténtica posesión.

La implicación de Björk en el proyecto va mucho más allá de su participación como actriz, de hecho, se la podría considerar uno de sus principales responsables. Su labor como compositora de la banda sonora adquiere una importancia fundamental en una película que es, ante todo, un musical o, mejor dicho, una reinvención del musical. A lo largo de toda su carrera, Lars von Trier se ha empeñado en dinamitar el cine desde sus cimientos y el musical, un género aparentemente lejano a su forma de hacer cine, no iba a ser una excepción. Nunca antes (ni después) se había visto un homenaje tan sincero y conmovedor al género pero, al mismo tiempo, Bailar en la oscuridad se empeña en reformular sus bases, eliminando (falsamente1) su sofisticación para acercarlo al espectador, obsesión constante en toda la filmografía del director. Gracias a esa cercanía, los números musicales se ven inundados por una invisible pero perceptible magia, algo así como un polvo de hadas que los hace volar muy por encima de su aparentemente poco elaborada factura.

Por primera vez en su carrera, Trier ubica la historia en Estados Unidos. Un detalle nada casual y cuyas posibilidades explotaría mucho más a fondo en la posterior trilogía Estados Unidos: tierra de oportunidades. En este sentido, Bailar en la oscuridad también puede verse como una sutil crítica al estilo de vida norteamericano. El culto al dinero, representado en los caseros de Selma, que supone el germen de la tragedia; el fracaso del sueño americano, personificado en la misma Selma; o los prejuicios raciales – sería ingenuo pensar que la inclusión de una persona afroamericana, la única de toda la película, como preso en el corredor de la muerte no obedece a una decisión totalmente consciente – son algunos de los temas tratados a lo largo del metraje pero siempre de forma tangencial, arrollados por la incontenible fuerza con que Lars von Trier nos cuenta el calvario de la inolvidable Selma.

1 La utilización de 100 cámaras simultáneas en el rodaje de alguno de los números musicales da una idea del grado de complejidad alcanzado, pero en el montaje final esa complejidad es presentada de forma que pasa desapercibida para el espectador.