Película El Jefe de Todo Esto

El día a día de la empresa moderna ha dado a la televisión uno de sus más sofisticados puntales con The Office, bien en su cruda versión inglesa, o en la más accesible y cómica versión americana. Ambas se pueden considerar lo suficientemente cercanas a los planteamientos ‘Dogma’ como para que El Jefe de Todo Esto se perciba familiar en la actualidad a través de dicho filtro. En todo caso, Lars Von Trier eleva la capacidad crítica de la película respecto a sus “primas” televisivas.

Ravn (Peter Grantzler) es, en secreto, poseedor de una compañía próspera que ahora pretende vender al mejor postor. Ha creado un jefe imaginario, cuya virtual comunicación con los empleados le ha evitado cualquier tipo de roce. Así mantiene con ellos una perfecta relación profesional en el papel de mero intermediario de las decisiones de su superior. No obstante, a la hora de formalizar la venta, necesita que este jefe se haga de carne y hueso. Ante dicho problema, decide contratar a un amigo actor (Jens Albinus) para empeñar ese papel, interpretación que llevará mucho más lejos de lo que a Ravn le gustaría.

La gran comedia, la de Wilder o Berlanga, por ejemplo, suele esconder ponzoña bajo un manto de inocuidad en un puro reflejo de la vida. Como ellos, probablemente sin quererlo, Von Trier ofrece en El Jefe de Todo Esto un retrato sarcástico, bastante gracioso y muy europeo de los difíciles tiempos a los que políticos, expertos en bolsa y demás carroña innecesaria nos han empujado con la más amplia de sus sonrisas y el más lujoso de sus trajes. Parapetado en lo ficticio, ocultándose tras un objetivo etéreo, indetectable; el mandamás juega con sus empleados, ha chupado su sangre con medias tintas, cuidadas promesas para alcanzar un éxito del que ellos nunca serán partícipes por más que obtengan un sí a todo lleno buenas palabras. Y si hay que joderse, siempre habrá otro a quien culpar. Más arriba o más lejos… es el sistema. Ravn representa la gran victoria de los poderosos: adormecer al individuo, hacerle creer que la lucha de clases ha terminado. Ellos ganan, los demás hace tiempo que aceptamos perder. Sus personajes (y nosotros representados en ellos), en un ejercicio de idiotez supina y sadomasoquista, renovarán la confianza en quien nunca la mereció aun cuando ya son conocedores del engaño.

Pero sería inaudito que el cofundador del movimiento ‘Dogma95’ y múltiple ganador en Cannes hiciera una película al uso. Tan lleno de pretenciosidad como ustedes quieran, porque es verdad, Lars Von Trier adereza la obra con nuevos tics, en mi opinión, innecesarios. El más comentado de ellos es el experimental montaje de la película, cuya secuenciación viene determinada por la aleatoria elección de un ordenador entre los diferentes tiros de cámara de cada escena. Automavisión se denomina. Su resultado más patente: el despiste del espectador. También superflua me parece la dosis de ombliguismo que el danés ofrece al principio de la película mostrando un reflejo de si mismo en el cristal de una ventana mientras, en off, nos explica qué pretende y qué nos vamos a encontrar en su obra. Por si no quedó claro, la interrupción se repetirá por partida doble a lo largo del metraje. De todas sus excentricidades sólo me parece que suma la surrealista obsesión por el método interpretativo de Sven, el actor, bien retratado por el habitual Jens Albinus; como si el director danés quisiera agarrar un buen ladrillo y atizarse en su propia sesera con una autoparodia, mucho más elocuente que la embustera humildad de sus intervenciones.