Películas Kagemusha: La Sombra del Guerrero

Pocas veces la maestría sutil, ésa que sólo el paso de los años o las décadas destapa, logra el reconocimiento unánime y contemporáneo. Akira Kurosawa, apreciado a coro por la cinefilia, fue una de esas afortunadas rara avis. Consagrado como el más mediático del tridente de genios del cine japonés –Mizoguchi y Ozu completan la fantástica delantera-, es artífice de una impresionante e incontestable filmografía. Cierto que hubo un tiempo en que jugó a su favor el aperturismo hacia la cultura oriental, ese exotismo que tantos falsos ídolos despierta. Sin embargo, no es ésa, ni de lejos, la razón de su indiscutible y objetiva importancia. Su capacidad de llegar a mil ojos, rasgados o no, tiene más que ver con la teatralidad clásica, con su capacidad de conectar con la tragedia universal, aquel principio activo que traza una línea entre los textos griegos y los libretos de Shakespeare. Kagemusha: La Sombra del Guerrero no es sino uno de los puntos que continúan esa recta infinita.

Afeitarse la cabeza como si fueras calvo… ¡qué ocurrencias tienen estos samurais!

Incidiendo en la teoría del doble, algo de actualidad entre algunos excéntricos mandatarios mundiales, presenciamos aquí el juego de despiste del poderoso jefe del clan Takeda, quien en plena campaña por hacerse con el control de Kyoto, capital en el Japón del siglo XVI, vislumbra la utilidad futura que alberga un mendigo que bien parece su reflejo en el espejo. Entrando en el discurso del humanismo, la pertenencia y el clasismo, Kurosawa parece querer contradecir al refrán para demostrarnos que el hábito sí hace al monje. Tal vez, para indicarnos que la grandeza no es intrínseca al hombre concreto, sino que la otorga los ojos de quien mira.

Galardonada en Cannes, esta Palma de Oro de extraordinario metraje, supuso un nuevo reconocimiento de Occidente hacia el maestro. Obra clave del cine épico, combina con destreza la grandilocuencia marcial con el intimismo del individuo, a pesar de que formalmente se imponen los planos panorámicos y generales que aproximan el encuadre a las artes escénicas. Una introspección sabiamente lograda a través de la acentuación de sentimientos humanos tan universales como el honor, el orgullo o la ambición.

La tropa discute si se quedan a hacer merienda-cena.

Con una paleta de colores próxima a la tradición de la pintura paisajística nipona, Kurosawa juega con el simbolismo, los presagios y los sueños. La batalla torna en rojo atardecer y la paz del hogar en verde arboleda. Detrás del cromatismo se esconde un alegato contra la locura del enfrentamiento innecesario, una lanza rota a favor del equilibrio duradero como firme modo de vida. Así, la maravillosa e inolvidable Kagemusha compone toda una prueba de conveniencia de que la montaña debe permanecer inmóvil.