Película Días del cielo

Terrence Malick no es un cineasta ordinario. Y no es sólo su escasamente prolífica producción (5 filmes en casi cuatro décadas) lo que sostiene tal afirmación, sino la ideología trascendental que puebla su cine y el extraño modo en que se hila la narrativa del mismo: a retazos de diálogo, en apenas pinceladas de imágenes descriptivas, Malick destapa una esencia universal que traspasa el marco cinematográfico elegido (bélico, época, aventura…). Mucho más allá del género y sus convencionalismos, el director texano eleva un mensaje inequívoco; el de un legado fílmico coherente, poético y profundamente personal.

Días del cielo, segundo largometraje de Malick tras , no escapa de la habitual lírica de su realizador y desde su ubicación geográfico-temporal, los latifundios de Texas, principios del siglo XX, trasciende su excelente factura (inolvidable y cobriza fotografía de Néstor Almendros; precisa partitura de Morricone) para interrogarse sobre el orden natural de las cosas y las terribles consecuencias de alterar dicho equilibrio usando la inmoralidad como palanca.

En el relato, conducido en off por la voz de una niña proféticamente trágica, se pondrán de manifiesto las penosas condiciones laborales de los jornaleros en la cosecha del cereal y el infame método con que la narradora, su hermano y la novia de éste esquivaron el infortunio engañando a su patrón con un oculto amor y un falso parentesco. De este modo, fingiéndose todos hermanos, accederán al casorio de la chica con el amo para burlar su maldita condición social y alcanzar así el particular y anhelado paraíso: lejos del fatigoso trigal, sonriendo al deleite contemplativo de la burguesía.

Fiel a la integridad narrativa de Malick y esquivando el simplismo tópico en su libreto, Días del cielo no demonizará al patrono ni sacralizará a los intrigantes obreros. No habrá pues diablo ni mártires aquí, sino un retrato poliédrico en el que toda acción, buena o mala, ha de ser comprendida e incluso compartida; porque el dinero no siempre envilece, pero cuando la pobreza achucha, la necesidad de supervivencia distrae peligrosamente la moral.

Sin embargo, en la idea del equilibrio universal de Malick, católico y en cierta manera kármico, el fin no puede justificar los medios, y aun por muy merecido que uno tenga el edén en base a su abnegada y sufrida existencia, la consecución artificial del mismo a través del pacto diabólico no resultará duradera. Una inestabilidad desgraciadamente hoy vigente con esta resaca mal llamada crisis martilleando nuestras economías tras la desproporcionada borrachera financiera. Tal vez, como apunta Terrence Malick, el ansia por medrar nos hizo perder el norte y es la balanza del cosmos quien fustiga nuestros excesos, devorando cosechas cual bíblica plaga de langostas para destruir el sueño de un cielo ficticio e insostenible, construido sobre la mentira y que ahora inevitablemente cae derrumbado sobre nuestras cabezas.