
Prefacio: Las musas moran entre tinieblas. Allá por 1899, Joseph Conrad publicaba en tres entregas El corazón de las tinieblas en la prestigiosa revista escocesa Blackwood´s Magazine, más conocida como “The Maga”. De las plumas de los denominados “poetas imperiales” surgían nutridas obras, en cuyas líneas rebosaban la heroicidad y el arrojo. No obstante, la personal visión del África colonial que aportó este polaco nacionalizado inglés esconde un velado trasfondo que aún hoy sigue cautivando al lector. A caballo entre el clasicismo de Dickens y la posterior ruptura con el canon protagonizada por Joyce y Proust, Conrad nos deleita con una mirada pre-modernista en la que el símbolo y la palabra se funden en un collage testimonial que desemboca en la tímida revelación de una atroz experiencia autobiografía en el exuberante corazón de África.
No es de extrañar que tan evocador texto haya inspirado las conciencias creativas de numerosos artistas de diferentes rangos. Pero indudablemente, si algún virtuoso ha sido capaz de recoger la esencia y carácter del trabajo original, ese ha sido el laureado cineasta Francis Ford Coppola. Bajo el estimulante título de Apocalypse Now, el realizador nos embarca en un tortuoso viaje, en esta ocasión, hacia lo más profundo de la selva camboyana, castigada implacablemente por la guerra de Vietnam. Coppola, imbuido por el espíritu existencialista y deontológico de la novela, no quiso renunciar a las atractivas connotaciones filosóficas que se destilan de la obra de Conrad. Proyectadas en la cinta en consonancia con el belicismo y sus secuelas, el director nos sitúa a bordo de una desvencijada lancha motora para embarcarnos en un viaje, no sólo físico, sino espiritual. Así como Marlow nos narrase vívidamente una experiencia colosal desde La Nelli, yola de crucero fletada en el estuario de Támesis, Coppola delega esta misión en el Capitán Benjamin L. Willard, gurú y guía del espectador en un descenso a los infiernos.

La doble cara de una simbología subyugante. Para hablar de la obra de Conrad es indispensable aludir a la simbología que subyace en la misma, siendo ésta un elemento inherente a la propia concepción del polaco. Para él, el río Congo se transforma en un emplazamiento geográfico propicio para iniciarse en el conocimiento abismal, profundo y arcaico donde la voluntad y la resistencia humana son llevadas a los límites de la naturaleza terrena. De este modo, Conrad sitúa a su protagonista en “un río serpenteante”. Éste, como elemento purificador y catártico, adquiere en esta obra connotaciones más profundas. Su sinuoso discurrir ejerce de viaje iniciático en el que la lucha por la supervivencia se premia con un peligroso don: el conocimiento verdadero. Y es éste un conocimiento tan puro, tan destilado y cristalino, que es capaz de cegar la razón humana en pos de una mística iluminación demencial, un clímax que percutió una y otra vez en Kurtz hasta llevarle a mirar directamente a los ojos del horror.

Coppola, por su parte, contextualiza en el curso del río Nung el factor expiatorio. Poniendo en boca de Willard los mismos calificativos con los que Marlow describiera el río Congo, un Martin Sheen protagonista comienza una tortuosa remontada hacia la destrucción moral y anímica voluntaria. La hipnótica voz de un Marlon Brando encarnando Kurtz resuena en su cabeza mientras se deja arrastrar, presa de un hechizo irrefrenable, hasta el corazón de la selva. Ambos autores otorgan a sus respectivas embarcaciones unas peculiares connotaciones trascendentales. Considerándolas único elemento interconectado a la realidad tangible y a la cordura, se convierten en frágiles salvavidas en un tempestuoso mar de locura. Abandonar la barca implica abandonarse a una naturaleza colérica que muta la razón humana maléficamente y sin contemplaciones. En la versión cinematográfica, somos testigos de cómo Kurtz, en una siniestramente distorsionada grabación radiofónica habla de “deslizarse como un caracol por el filo de una navaja de afeitar y sobrevivir”. Esta reveladora y poética afirmación nos ilustra brutalmente acerca de cómo el malogrado oficial decidió reptar por el tronco del pernicioso árbol de la sabiduría hasta morder con gula sus embaucadores frutos. “Kurtz se salió de la lancha, se salió del puto proyecto”. Willard maldice su atrevimiento. Él se siente tentado y juguetea con la sensación de peligro, sin embargo, algo le empuja a seguir consciente, lejos de la llamada de las disuasivas tinieblas. En la novela, la fascinación de Marlow por esa voz alcanza cotas insospechadas, aludiendo en numerosas ocasiones a su persona como “el hombre excepcional”.

Los mandos exigen que el Coronel Walter E. Kurtz sea “relevado de su cargo”. Sus métodos no son todo lo ortodoxos que debieran. La falsa moral americana/británica llama al concierto, al comedido mesotés griego, en el cual muchos encuentran la virtud. Sin embargo, será en ese exceso donde resida la atracción, exceso que en la obra literaria se identifica con las cantidades ingentes de marfil que Kurtz adquiere, siendo incluso descrita su cabeza como “una bola de marfil”. Los blancos colmillos se amontonan en la frondosidad del paisaje, siendo símbolo del magnánimo poder corrupto que somete y arrasa. Si bien la versión cinematográfica obvia el elemento ebúrneo, es cierto que en la escena de la plantación francesa encontramos más de un guiño al mismo en la decoración de las lujosas paredes de la hacienda. De este lado, son las cabezas empaladas y los cadáveres amontonados los que confieren a Kurtz un terrorífico y despiadado poder sobrenatural.

La muerte y el destino también adquieren representaciones dispares. Conrad traslada el escenario inicial a “la ciudad sepulcral” de Bruselas, sede de “La Compañía”. Preludio a la firma del contrato, encontramos dos personajes femeninos enlutados, dos tejedoras que entrelazan sus agujas con lana negra. Como las mitológicas parcas, presagio de una muerte ya pactada, una de ellas conduce a Marlow hasta las dependencias de la oficina. Por su parte, la cinta ofrece una visión bidimensional del augurio de la muerte. Por un lado, la secuencia en la que las Conejitas de Playboy irrumpen en una de las bases, anuncia un desolador caos que comienza por desestabilizar los patrones éticos conductuales de los militares, indicio de lo que será un anárquico destino al acecho. Es también oráculo desesperanzador la joven nativa de belleza extraordinaria que aparece en completa quietud al lado de Kurtz. Como un fantasma, un ser escapado de las profundidades de la ultratumba, aguarda el último aliento para convertirse en pléyade y vehículo hacia el mundo de los muertos. En la secuencia de la plantación, primeramente eliminada y a posteriori incluida en la versión “redux”, el personaje de Roxanne interpretado por Aurore Clément, aporta una doble visión del ser humano muy acorde con el dimorfismo, una dualidad inherente al ser humano, en el que las facetas del amor y el odio, “un ser que ama y un ser que mata”, se funden de la misma forma que en una moneda encontramos cara y cruz.

Al igual que el elemento revelador se haya encarnado de forma mística por los escasos personajes femeninos, la tiniebla representa lo oculto, lo críptico, el hermetismo de lo ignoto. Tanto Conrad como Coppola usan y abusan de esta metáfora sin contemplaciones. La voz de Kurtz, su onírico rastro, ahora mitificado y embaucador, será la única guía en medio de la “ciega blancura de la niebla”. Una blancura que ya utilizara Poe en Las aventuras de Arthur Gordon Pym y que cubren la inmensidad de un océano que alberga misterios infranqueables. Conrad y la mentira: La obra de un incorregible embustero. Si por algo se caracteriza El Corazón de las tinieblas es por ser un ejercicio catártico, una expiación de los demonios personales del propio Conrad. Ejerciendo en la vida real de oficial de la marina británica, tal y como figura en la obra, el escritor fue destinado al Congo Belga, viaje que configuraría los pilares de la novela y de su futuro devenir, tal y como ya hemos referido. Encargado de configurar un informe acerca del viaje expeditivo, Conrad se vio obligado a omitir ciertas verdades, las cuales quedaron enterradas en lo más profundo de su ser. De esta manera, y mediante la escritura creativa, el autor expulsó, gracias a su destreza con la pluma, la negra realidad que hasta ahora había permanecido enterrada en su memoria. Las abominaciones, las masacres presenciadas y el sin sentido de la barbarie encontraron de este modo cabida en su obra.

Sin embargo su relato y exorcismo se presenta a modo de juego de espejos, de perspectivas y de irrefrenables y continuas perífrasis. Considerado uno de los maestros de las artes disuasorias, Conrad construye un collage a medida de sus propias necesidades personales. Un relato fragmentado, coral, contradictorio y disuelto conforma una narración que se antoja huidiza al lector, una verdad a medias bajo la máscara de la pluralidad de testimonios y opiniones integrados en el relato. Y es en la ausencia de designación donde Conrad, cual animal temeroso ante un fatal desenlace, esconde bajo tierra todos y cada uno los nombres propios que faciliten una lectura sin dobleces. El Congo no es sino “el corazón de África”, “la ciudad sepulcral” es Bruselas, “La Compañía” es la Asociación Colonial y de la misma manera aparecen “el arlequín” y “el ruso” entre otros muchos ejemplos de personajes a los que no se nos permite verbalizar con propiedad. Todo ello pertenece a un resquicio privado al que Conrad nunca permitió el acceso. Un verdadero tesoro guardado con celo que, a nuestros ojos, son meras circunvalaciones por las que pasamos de soslayo. Coppola, más franco en su concepción de la obra, localiza los escenarios sobre un mapa, nos adentra en un episodio temporal concreto y nos remite con claridad las identidades de los protagonistas. No obstante, ambos autores juegan con el término “universalidad”, abordando cuestiones trascendentales que podrían extrapolarse a cualquier otra coyuntura. La generalidad que se infiere de conceptos como el conocimiento, el poder, la capacidad de resistencia, la línea divisoria que separa el bien del mal o la esclavitud y la opresión adquieren un matiz global que podría referirse en otras muchas direcciones. Una fuente de inspiración aterradora: El belicismo y la barbarie. A lo largo de la historia de las artes, son muchos los que han encontrado en el caos de la guerra y en la aberración del sometimiento y la masacre una forma de expresión exquisita. En la propia cinta, la Cabalgata de las Walkirias adorna de forma sobrecogedora la brutal masacre a bordo de los cazas liderada por un lunático y perturbado Coronel Kilgore, amante confeso del olor a napalm. Los enormes pájaros de hierro bailan al son de una danza que no es sino el rostro de la destrucción y la muerte. No obstante la belleza artística de la secuencia alcanza una magnitud extraordinaria. Los Fusilamientos de Goya o El Guernica de Pablo Picasso nos mostraron “el horror” desde una perspectiva pictórica, y en cierto modo, emparejados con la concepción original de Conrad, encuentran manifestación en un soporte diferente. El propio T.S. Eliot escribiría “The Hollow Men” basándose en El corazón de las tinieblas, siendo incluso recitado por Brando en la versión cinematográfica. Conrad, de alguna manera precursor de la técnica del "stream of conciousness", posteriormente adoptada por el propio Eliot y otros muchos autores de la “generación perdida”, es considerado en cierto modo un pilar clave en el desarrollo de las nuevas tendencias que, tras el Romanticismo, comenzaron a surgir a modo de vanguardias e ismos. Son muchos los fotógrafos que captaron el terror de la guerra del Vietnam con sus objetivos. El Coreano Nick Ut nos dejó grabada en las retinas la imagen de una niña desnuda huyendo aterrorizada por el napalm. Por su parte, Eddie Adams fue condecorado con el Pulitzer en 1969 por la fotografía en la que nos muestra la ejecución de un miembro de la guerrilla del Vietcong a manos del jefe de la policía de Saigón.


Epílogo y catarsis: una nueva aurora surge tras el crepúsculo. Que en el título de la cinta de Coppola aparezca el término “apocalipsis” no es casual. En su significado etimológico, hace alusión a la revelación, a un renacer espiritual y cognoscitivo y no a una destrucción total, tal y como a priori podríamos deducir. Una de las escenas más impactantes y violentas que acontece en la película corresponde a la caída de Kurtz. Éste como un místico asceta y consciente de su propio final, asiste a una muerte bestial que se acompasa con las escenas de un rito tan ancestral como descarnado. Mientras los tambores retumban y las hogueras centellean, los súbditos de Kurtz, liderados por un Lance embriagado, proceden a cometer el brutal sacrificio de un buey. La secuencia se identifica con la atávica ofrenda a Cibeles, diosa de la naturaleza y su ciclo vital: nacimiento, muerte y resurrección. El rito, denominado taurobolio, consistía en descuartizar vivo un animal, a menudo un buey o un carnero, y bañarse en su sangre, siendo esta acción símbolo del paso a una existencia superior a la terrena, alegoría del triunfo sobre la muerte.

Willard, por su parte, completa su transición ceremonial surgiendo de entre las aguas del río, con el rostro cubierto de pintura, un rostro que revela un cambio en su alma, una purificación originada por elemento fluvial. Convertido ahora en sacerdote ritual, culmina el proceso catártico poseído por un trance espiritual. Kurtz ahora se alza victorioso, pasando a formar parte de una calidad existencial superior, sin embargo, sus labios exhalan un último suspiro trasformados en un desconcertante susurro:”¡El horror! ¡El horror!” La sentencia emitida evoca una toma de conciencia y Kurtz, sabedor de que su alma ha rozado lo prohibido, expresa un sentimiento estremecedor con estas palabras. El relevo ha sido entregado a Willard y en sus manos se haya la herencia de ese magnánimo poder al que los nativos y demás súbditos, ya arrodillados ante el nuevo dios, anhelan rendir culto. La novela no refleja el ímpetu con que acontecen las últimas secuencias de la cinta. El éxtasis de “la voz”, su última y contundente afirmación tiene lugar de una forma más contemplativa, y Marlow es mero testigo del ocaso, testigo y, en cierto modo, partícipe de la iluminación producida por el conocimiento: “(…) Por esa razón afirmo que Kurtz era un hombre excepcional. Él tenía algo que decir, y lo dijo. Como yo también me había asomado al borde del precipicio, comprendía bien el significado de su mirada, que no podía distinguir el resplandor de una vela, pero tan amplia como para abarcar el universo entero (…) Había escuchado y había juzgado. “¡El horror!”(…)” De este modo, Marlow otorga su propia persona a Kurtz, que se convierte en su alter ego, dos almas fundidas en un único sentimiento: “(…) Y no es mi propia vivencia la que mejor recuerdo -una visión gris, sin forma (…)-.No. Es la suya la que me parece haber vivido (…)”.

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Magnífico artículo con el que complementar la lectura de la crítica.