Película Camino a la perdición

La última película donde pudimos ver (que no escuchar, ahí está Pixar y su Cars) a ese no sólo bello hombre sino también genio de la interpretación que es Paul Newman. Muy demacrado ya a sus entonces setenta y siete años, en esta su última película como actor se atreve a dar vida a un curtido gángster, jefe de un clan irlandés de Chicago, al que sabe dotar de la clase, sabiduría y el punto justo de temor que debe inspirar en el espectador, volviendo a demostrar, una vez más pero en esta ocasión por última vez, sus exquisitas dotes actorales. Qué mejor que hacerlo en esta estupenda Camino a la perdición.

La cinta cuenta la relación de un padre, Michael Sullivan (Tom Hanks, esforzado en su papel por mantener unas permanentes facciones duras), y el hijo de su mismo nombre (correcto Tyler Hoechlin, sin nada especial que destacar). El primero está inmiscuido en la mafia local a manos del personaje interpretado por el mencionado Newman, ya que éste le salvó en un pasado de la miseria y se siente en deuda con él, sirviéndole con rectitud y la mayor justicia posible; cosa que no hace el hijo del jefe (Daniel Craig), personaje impulsivo y temerario donde los haya. De este cruce de personalidades en medio de un ambiente tan complicado y difícil de administrar como el de la mafia surgirá el conflicto paterno-filial, que desembocará en ese camino a la Perdición que habrá de emprender nuestro protagonista junto a su pequeño.

Se trata aquí de captar la esencia de una vida condenada al fracaso de antemano: prosperidad engañosa, sumisión irremediable, lealtad imposible, violación de códigos, conflicto familiar, resignación temerosa, perdón imposible, venganza redentora; muerte, al fin. Todo esto es lo que se percibe, lo que desprenden detrás de sí las impecables imágenes que fotografía un siempre inspirado Conrad L. Hall -colaborador del director que ya desempeñó un importante papel en el debut del mismo, la anterior American Beauty-; lamentablemente, y al igual que ocurre con Newman, aquí acabó de privar a nuestros ojos de posteriores deleites. Porque el impacto emocional que sufren los protagonistas de esta historia de huida en busca de una imposibilitada unión padre/hijo no sería el mismo sin el bello oscurecimiento visual del que tanto parecen contagiarse aquéllos en determinadas secuencias, realzando la gravedad de la materia filmada.

Pero Mendes no se queda sólo en eso y sabe ahondar en la dramatización mediante una realización sobria y brillante por momentos (baste observar la oportuna sonorización de la formidable secuencia de la matanza en la calle, hacia el final, para darse cuenta de una lograda focalización en lo realmente relevante: la sensación mutua de quebranto entre los implicados). Subraya de manera continuada toda una simbología religiosa que refuerza aún más el tono sacro que quiere extrapolar a las relaciones contadas, y narra a través de un tempo justamente sostenido, que transmite, eso sí, una excesiva frialdad en los avatares de la pareja viajera (Sullivan Sr./Sullivan Jr.), sin lograr desprender verdaderamente el profundo desarraigo sentimental que, se intuye, padecen.

No obstante, finalmente le queda al espectador un regusto muy agradable, agradecido sabedor del tono clásico que impregna el minutaje y consciente reconocedor de la meritoria visualización de éste.