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Antes de convertirse en el indiscutible nuevo Rey Midas del cine, antes de Titanic y Avatar, James Cameron ya despachaba espectáculos visuales inconmensurables con una facilidad inusitada. Ahí quedan Aliens o las dos primeras entregas de Terminator como botones de muestra de una ciencia ficción de auténtica calidad, con un preciso sentido del ritmo bajo una dirección impecable. Mentiras Arriesgadas, su particular revisión de James Bond, es más bien una endiablada exhibición del espectáculo por el espectáculo, el súmmum del entretenimiento, toda una demostración.

Adaptando libérrimamente las pautas del cine de súper-espías, Cameron ofrece una de las más grandes comedias de acción de los 90; sin complejos, sin ataduras, sin mesura. En ella conocemos los problemas a los que un agente secreto se debe enfrentar más allá de las misiones y el glamour. Y es que uno, tras salvar el mundo, vuelve a casa agotado, donde esperan una mujer e hijos hastiados por las constantes ausencias y ante los que, preservando la tapadera, se debe aparentar ser un oficinista más. Ya saben, las usuales dificultades para la conciliación entre vida familiar y laboral, multiplicadas aquí por mil.

Aunque si de conciliar hablamos, Cameron ofrece todo un tratado de cómo compaginar acertadamente acción y comedia, ambas personificadas en Arnold Schwarzenegger, quien, en una de sus cumbres interpretativas, aúna su archiconocida vertiente de tipo duro con su vis cómica, presente en muchos de sus tempranos trabajos, pulida ampliamente en su trilogía bajo las órdenes de Iván Reitman y resplandeciente en estas Mentiras Arriesgadas. Temerarios engaños que pronto enfadarán a su esposa (soberbia Jamie Lee Curtis) y que no tendrán su fin hasta unos geniales sinceramientos involuntarios entre marido y mujer, suero de la verdad e intimidatorio interrogatorio mediante. Estos problemas conyugales desembocarán en escenas aún más insólitas, genialmente hiladas y cuyo humor vendrá dado de la combinación del absurdo con la impecable seriedad en el apartado técnico.

Cameron, entusiasmado con su también arriesgada idea, abre la acción con una persecución entre moto y caballo atravesando literalmente un hotel para, ya metidos en harina, llevar al extremo su paródica propuesta: yihad islámica, cabezas nucleares y un Harrier entre los edificios de Miami. Huyendo del despropósito, el verdadero mérito radica en darle sentido al sinsentido, en embarcar inevitablemente al espectador en un disfrute mayestático, sin la más mínima concesión al aburrimiento. Tarea harto subestimada que, en realidad, es todo un arte al alcance de muy, muy pocos.