Película Trono de Sangre

La niebla abre y cierra el relato de Trono de Sangre. Una bruma que oculta oscuros aspectos de la condición humana y que, al disiparse a lo largo y ancho del metraje, pone de manifiesto la bajeza moral de quien ansía el poder maquiavélicamente, justificando medios en pos del fin. Un sentimiento tan humano como cualquier otro. Y si de naturaleza del hombre hablamos, las obras teatrales de William Shakespeare suponen todo un tratado en la materia, con los pobres mortales tan expuestos a los avatares del destino como a su propio conflicto interno. Debido a esta visión humanista y a la coincidencia de constantes, el maestro Akira Kurosawa tomó la obra del dramaturgo británico como punto de partida para varias de sus tragedias: desde El Rey Lear que vimos en Ran hasta la adaptación de Macbeth circunscrita en el film que nos ocupa.

Fiel a su modo de filmar, Kurosawa sacrificó la prolijidad de diálogos shakesperiana en pos de la quietud y explicitud de su imagen. Sin embargo, en respetuosa trasposición del referente literario, el director pautó el montaje narrativo de su película recorriendo los cinco actos del libreto original, situando la acción, eso sí, en un Japón medieval enredado en cruentas guerras civiles, entorno habitual del cineasta. Una variante que afecta en forma pero no en esencia, pues aun en distinta topografía y tiempo, las obras inmortales mantienen su mensaje, su validez. Así, Trono de Sangre conserva del original la lúcida reflexión sobre los límites de la ambición y la peor de las traiciones: la que uno se aflige a sí mismo, a sus principios.

Interesado en la vertiente onírica de la función, Kurosawa potenció las visiones que Macbeth, aquí el general Washizu, experimenta, resaltando sobremanera el modo en que representa la primera de ellas, aquélla en que el protagonista conoce su futuro de riqueza y poder. Aquí, la profecía sobreviene en forma de anciana girando una rueca en una choza en mitad del bosque. Una revisión del mito de Aracne cuyo hilo tejerá un destino fatídico.

Del augurio del oráculo, además de la trama principal, surgirá otra idea subyacente: la de un extraño determinismo. O lo que es lo mismo, de cómo el conocimiento de un futuro supuesto influye en nuestros actos presentes, auspiciando el cumplimiento de los vaticinios de un modo subliminal. En este sentido, en esta historia dicha influencia excede al propio individuo, mostrando al entorno, en este caso la esposa del mismo, como elemento distorsionador, pues la ambición propia muchas veces no es sino el reflejo de lo que los demás esperan de uno.

Fértil, como vemos, en aspectos intrínsecos a la narrativa, el modo en que Kurosawa plasmó en imágenes el poderoso mensaje no resulta menos evocador. En exteriores, la apertura de campo y el uso de elementos meteorológicos, viento y niebla, como lúgubres creadores de atmósfera. Y en interiores, una composición de planos típicamente personal se da la mano con la tradición teatral del Kabuki y el Nô a través de la atormentada composición del general Washizu a cargo del mítico Toshiro Mifune. Una de esas interpretaciones en las que prácticamente cada fotograma aislado encierra un potencial retrato para la posteridad; y juntos, en secuencia, un subyugante mapa del descenso a los infiernos de un traidor que, torturado por el peso de la conciencia, llegará a ver, aterrorizado, como todo un bosque carga contra él.