Valoración de VaDeCine.es: 9
Título original: Frankenstein Nacionalidad: U.S.A. Año: 1931 Duración: 71 min. Dirección: James Whale Guión: Francis E. Faragoh, Garret Fort, John L.Balderston (Obra: Peggy Webling, novela: Mary Shelley) Fotografía: Arthur Edeson Música: Bernhard Kaun Intérpretes: Boris Karloff (Monstruo); Colin Clive (Dr. Frankenstein); Dwight Frye (Fritz); Edward van Sloan (Dr. Waldman); Mae Clarke (Elizabeth); Frederick Kerr (Baron Frankenstein)
Resulta complicado afinar la valoración de ciertos clásicos indiscutibles del cine como el Frankenstein que James Whale dirigió en 1931. Es un hecho inherente a su propio estatus dentro de lo que todavía podríamos considerar albores del cine (pongámoslo en la frontera). El espectador debe sopesar tanto el aura mítica que el tiempo le concede como la realidad de lo que se ve en el presente, pasados ya más de tres cuartos de siglo. Así, es recomendable hacer un ejercicio de contextualización para ponderar la importancia de la película en la historia del género, o su calidad intrínseca dentro de una época donde se ponían los cimientos del lenguaje cinematográfico.

Parece conveniente empezar por tanto con la Universal y su inesperado antídoto contra la crisis galopante de la industria del cine tras el crack de 1929. Inspirándose libremente en oscuros clásicos de la literatura romántica anglosajona (Bram Stoker, Edgar Allan Poe o Mary Shelley), la productora estrenó con enorme éxito una serie de películas de terror con marcado sello de autor, que articularon la vertiente expresionista alemana de la década anterior (Nosferatu o Metrópolis son clarísimos referentes técnicos y estéticos) con productos propios de su época muda como El Fantasma de la Ópera. Frankenstein es en este sentido fundamental, y junto al Drácula de Tod Browning, el otro gran éxito de la productora en 1931, sientan las bases fílmicas de la época con mayor brillo en toda la historia del género. Y estas películas, si bien no revolucionan, como les comentaba, el proceso fílmico en su aspecto fotográfico, sí supondrán el despegue definitivo de los efectos visuales y el maquillaje, esenciales en la amplificación del mito que envuelve a los largometrajes de este periodo. En Frankenstein, concretamente, el excepcional trabajo de maquillaje de Jack P. Pierce deja para la historia el, desde entonces, verdadero rostro del nuevo Prometeo, encarnado por Boris Karloff y completamente desligado de su germen literario.

Probablemente Frankenstein tenga menos valor como película en sí misma de lo que la inolvidable escena de la niña y el monstruo podrían hacer suponer al espectador. Pero sería un abuso injustificable despojarla de toda importancia alejada de lo estrictamente histórico. Ahí está la disyuntiva ética de la ciencia, siempre en un ejercicio funambulista entre el bien y el mal. También la duda “genética” sobre el origen de la maldad, bien especiada con guiños a la psicología conductista. O el ansia del hombre por aniquilar a Dios arrebatándole el poder supremo sobre la vida y la muerte que tan bien traza Whale en las conversaciones entre el Doctor Frankenstein (Colin Clive) y su antiguo profesor (Eward van Sloan). En definitiva, decir de Frankenstein que ha envejecido mal porque ya no da miedo sería como devaluar Viaje a la Luna de Georges Méliès por falta de rigor científico. El rostro deformado de un Boris Karloff vestido con un traje tres tallas menor, las margaritas sobre el agua, el viejo molino ardiendo y, sobre todo, aquel orgásmico “It´s alive!” tenían antes, ahora y siempre una fuerza arrebatadora. Por algo forman parte de la historia más sagrada del Cine.

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Amén